En torno a medio siglo estuvo Sergio Mantovani frecuentando el alma de numerosos pilotos de la F1. Conoció muy de cerca los temores y fortalezas de personajes como Enzo Ferrari, Lorenzo Bandini, Juan Manuel Fangio, Stirling Moss, Rubens Barrichello y Ayrton Senna. Su testimonio retrata la conexión de los pilotos de élite con la fe.
Senna, de familia católica, hablaba mucho de tener una relación especial con Dios. De ello dio buena cuenta el sacerdote italiano Sergio Mantovani que, siendo capellán de la F1 durante más de 50 años, pudo escrutar el alma, el espíritu que movía a personajes que van desde Alfonso de Portago o Eugenio Castelloti, pasando por Juan Manuel Fangio y llegando hasta los días de Senna, con el que mantenía largas conversaciones sobre la fe y el deseo de ayudar a los demás –algo que hacía Senna, pero fuera de la pista, claro–. Pilotos como Alberto Ascari, Lorenzo Bandini, Clay Regazzoni, Rubens Barrichello, Michael Schumacher y otros, incluso sus familias, lo consultaban y le confiaban sus más íntimos pensamientos.
Ordenado sacerdote en 1953, Mantovani fue el segundo de a bordo de la parroquia de Santa Caterina/SS. Crocifisso de Módena, después de haberse introducido en el automovilismo de la mano de los hermanos Maserati y el Conde Volpi.
A esa iglesia solía ir Enzo Ferrari con su esposa, Laura Dominica Garello, ambos buscando consuelo en la fe, ya que en junio de 1956, a los 24 años, falleció el hijo de ambos, Dino, por distrofia muscular.
Quizá debido a las altas posibilidades de accidentarse y fallecer en los años cincuenta, Enzo prefería no aceptar lazos emocionales con sus pilotos. Aun así, tras la muerte de Lorenzo Bandini (Mónaco, 1967), no era un secreto su cálida simpatía por Gilles Villeneuve, también fallecido trágicamente (Zolder, 1982).
En los años sesenta, Mantovani se hacía presente en numerosos grandes premios. Cuando la Federación Internacional del Automóvil quiso prohibirle la entrada a las pistas porque no consideraba que un sacerdote tuviese derecho a pasearse por los boxes, en 1957, fueron Fangio y Moss quienes le defendieron diciendo que si Mantovani no podía asistir a corredores, mecánicos y equipos ellos no iban a correr. Fue suficiente, y el sacerdote tuvo su brazalete de piel rojo para todas las carreras. Cuando en los años setenta Bernie Ecclestone pasó a controlar las credenciales de la F1, por presión de Ferrari tuvo que aceptar, a regañadientes, la presencia de Mantovani.
Había cambiado el clima sobre la religión. Para muchos, su presencia les recordaba la muerte. Costó, pero incluso en los más desapasionados boxes de la F1 moderna, Mantovani fue aceptado y apreciado por su buen humor, su discreción y capacidad para dar tranquilidad y comprensión.
A pesar de su gusto por la competición, Mantovani no descuidaba sus obras de beneficencia y del automovilismo extraía recursos para los más necesitados. Su amigo, el piloto francés Jean Behra, hizo una importante donación para establecer una guardería para niños de familias muy modestas. Ese establecimiento se inauguró en 1961 con la presencia de Fangio, Maurice Trintignant, Moss y Wolfgang von Trips. Las aulas llevaban el nombre de pilotos fallecidos, y en 1971 se erigió un monumento de bronce en homenaje genérico a los pilotos, obra del escultor Marino Quartieri.
Mantovani no paraba: en 1978 se inauguraba una parroquia totalmente nueva y en 1987, la “Casa Della Gioia e del Sole”, una residencia para ancianos. En ella, el famoso piloto italiano Gigi Villoresi pasó los tres últimos años de su vida.
Nadie como él ha sido testigo de las inquietudes espirituales de los pilotos de competición, en aquella época de accidentes con terribles consecuencias y frecuentes decesos. Mantovani estaba presente aquel día de 1957 cuando probando un Ferrari en Maranello se mató Eugenio Castellotti. Otro personaje italiano le fue muy cercano y lo contaba así: “Estaba muy ligado a Lorenzo Bandini, un muchacho bueno y sencillo. Yo estaba en Mónaco aquel día de su accidente fatal».
El peligro es un constante compañero en este deporte y los pilotos son perfectamente conscientes de ello y lo asumen. Yo creía que si un piloto firmaba un contrato tenía que cumplirlo, aunque tuviese miedo. Pero Ferrari me dio una lección diciéndome que con miedo no se puede correr. Que si es repetitivo uno debe retirarse”. Quizás por ello no criticó ni tomó medidas cuando Niki Lauda decidió retirarse de aquel GP de Japón, bajo un diluvio, en el que prácticamente entregó el campeonato a James Hunt.
Conocía bien a Enzo, que se preocupaba por sus pilotos. Una vez, uno de sus probadores falleció en la carretera. La madre se entrevistó con Ferrari y le increpó con amargura. “Me lo has matado”, le dijo. Días más tarde vino a mi parroquia y me dio dinero. Me dijo: “Si esta señora viene a pedirte ayuda, todos los meses le darás esta cifra (que era más que suficiente para vivir), pero no le digas que te la estoy dando yo. De esa manera Enzo ayudó a mucha gente de su empresa”.
Mantovani sintió mucho la muerte de Gilles Villeneuve en 1982. “Manteníamos una excelente relación. Gilles era como un niño lleno de amor. Siempre quería estar junto a su familia. Sufría mucho porque su fama y notoriedad obstaculizaban su deseo de intimidad y tranquilidad”.
Otro piloto con el que tuvo una estrecha relación fue Elio De Angelis. Un año después de que encontrara la muerte entrenando con un Brabham en Paul Richard (mayo de 1986), el padre de Elio, Giulio, fue a visitarlo e hizo una importante donación para la parroquia en memoria de su hijo. Dos semanas después de aquella donación Giulio De Angelis fue secuestrado en Cerdeña por una banda local. Don Sergio se ofreció como intermediario entre la familia y los secuestradores. Tras cinco meses de negociaciones se llegó a un acuerdo y Mantovani, a riesgo de su propia vida, tomó el lugar de Giulio para que este pudiera hacer el pago de su propio rescate.
Tras este suceso y gracias a su vinculación con los De Angelis fue posible la construcción de un gimnasio para los feligreses y habitantes de su residencia de ancianos. Su nombre: Elio De Angelis.
De su relación con Senna guardó muchas de sus confidencias a raíz de esos momentos místicos que se le conocían. “Una vez, después de leer unas duras críticas, me dijo que desde que había comenzado a leer el Evangelio lo que decían los demás no le interesaba. Ayrton era una persona muy sensible y con mucha bondad. Ese domingo en Imola todavía pesaba en el ambiente la muerte de Roland Ratzemberger el día anterior. Un par de horas antes de la salida Ayrton estaba muy serio, muy tenso. Tras el accidente quise acercarme a donde estaba para darle la extremaunción, pero no me lo permitieron.
Cuando revisaron su vestimenta de seguridad en el hospital los sanitarios encontraron en uno de sus bolsillos un papel con una premonitoria nota escrita de su puño y letra: “Nadie podrá quitarme el amor que Dios siente por mí”. Esa relación especial fue sagrada para Mantovani que, año tras año, cada primero de mayo, iba a Imola a bendecir la curva del Tamburello donde su amigo brasileño se accidentó fatalmente.
Cuenta que fue desde comienzos de los años noventa cuando la F1 empezó a ser un coto cerrado, con sus protagonistas y personajes cada vez mas aislados, menos afables y comunicativos. Lo refería así: “Antes, todo era mucho más sencillo y los pilotos tenían con uno una relación más natural, estrecha. Ahora, les rodea un muro de mánagers, jefes de equipo, sponsors, asesores de prensa… En todos estos años no he podido participar de las reuniones de pilotos pre carrera como se hace habitualmente en Estados Unidos”. Y añadía Mantovani: “Aún así, logré tener relación con varios pilotos del pasado más reciente de Ferrari. Con Rubens Barrichello, por ejemplo, que me comentaba que en Imola 1994, momentos antes de su accidente había estado pensando en Dios con cierta insistencia”.
Mantovani, considerado como “el cura del automovilismo en Italia”, dejó sus deberes eclesiásticos en agosto de 2014 y pasó a vivir en la residencia que él mismo había fundado. En una pequeña librería de su sobria habitación se puede ver un ejemplar del libro de Enzo Ferrari Piloti, che gente. Quienes lo abren pueden leer una dedicatoria del Commendatore: “A Don Sergio Mantovani, sacerdote deportivo, piloto frustrado”.