Giacomo Pardini estaba nervioso. Tenía que montar el carburador Weber de triple cuerpo en la Alfetta que iba a correr en unas horas la primera carrera de Fórmula 1 válida por un campeonato mundial: el Gran Premio de Inglaterra (tercera edición) y de Europa en Silverstone. Miró hacia un lado y otro y se aseguró de que nadie estuviera cerca.

El Fórmula 1 nace entre humo, gloria y órdenes de equipo
La pesadilla de la guerra había terminado cinco años atrás, pero tembló de igual manera que en 1939, cuando en la pared interna de la cuba de uno de los carburadores para el motor de 8 cilindros en línea, 1.500 cc, encontró allí, cincelada con mucho cuidado una estrella de David. Alguien había querido dejar testimonio de que había pasado por el mundo y por las intimidades de la magia de los Weber. Ni le gustaban los métodos de Benito Mussolini, ni la arrogancia de los oficiales de las SS y de la NSKK, organización nazi paramilitar dedicada al mundo del motor, que acompañaban a Rudolf Caracciola y a Bernd Rosemeyer en los grandes premios de los años 30.

Todavía sentía culpa por no haberse rebelado cuando Mussolini comenzó a enviar a compatriotas suyos judíos a campos de concentración en Alemania. Se había reprimido para no crear problemas al equipo Alfa de preguerra. Se refugiaba en sus carburadores y en la belleza mecánica infinita de “la Alfetta”, diseño de Gioacchino Colombo. Terminó de tapar el carburador, arrancó el motor y respiró más aliviado. Era el 13 de mayo de 1950. Faltaba una hora para que rugieran los motores y comenzara el primer Campeonato Mundial de Conductores.

El rey Jorge VI, el “tartamudo”, y la reina Isabel, junto a su hija menor, la princesa Margarita, saludaban a los pilotos, formados uno al lado del otro. Más atrás, las máquinas, casi todas ellas modelos de preguerra. Corría una brisa bastante fría. La reina llevaba un abrigo largo y ligero, y su marido, un traje gris claro. Las gradas improvisadas alrededor del aeródromo, que había visto volar cientos de bombarderos Lancaster y cazas Spitfire, estaban repletas. Había casi 150.000 espectadores. Esa carrera iba a ser el acontecimiento del año en una Inglaterra que intentaba recuperarse de las heridas de la guerra.

En el ambiente podía olerse una extraña mezcla de humo de aceite de ricino y el aroma dulzón del metanol. Los boxes eran unas improvisadas y alargadas tiendas de lonas de algodón soportadas por tubos. Lo necesario para dar sombra y nada más. Inglaterra, bajo el gobierno laborista de Clement Attlee, continuaba con el racionamiento. Las ciudades reconstruían sus cicatrices ladrillo a ladrillo.

Eran 21 automóviles de varias marcas, ninguno de ellos alemanes. Cuando comenzaron los bombardeos sobre territorio alemán, los invencibles Mercedes y Auto Union se ocultaron para protegerlos. Algunos Mercedes quedaron cerca de Stuttgart y otros en el concesionario del representante de la marca en Zúrich, Suiza. Los Auto Union corrieron peor suerte. El ejército soviético los encontró en una mina de carbón, los envió a Moscú y, repartidos por toda la Unión Soviética, terminaron desmembrados como piezas de estudio. Los Alfetta sí estaban. Se habían ocultado en granjas en las afueras de Milán, bajo montañas de maloliente abono.
Fue por iniciativa del Automóvil Club de Italia que, en 1949 la Asamblea General de la Federación Internacional del Automóvil creó el Campeonato Mundial de Constructores. Desde que la guerra había acabado en Europa, el 8 de mayo de 1945, se habían realizado numerosos grandes premios con carácter nacional y se había creado una categoría denominada Fórmula 1.

Antonio Brivio, expiloto de Grand Prix en los años 30, fue quien convenció a la FIA de constituir con varias de estas carreras (Inglaterra, Mónaco, Indianápolis, Suiza, Francia e Italia), disputadas bajo el reglamento de Fórmula 1 (categoría establecida en 1946), ese primer certamen, que se disputa hasta hoy, 75 años después.
La comitiva real se acercó a saludar a los pilotos. Todos ellos ya estaban vestidos para el combate con amplios monos de algodón claros, la mayoría blancos, algunos celestes. Todos llevaban sus gafas de correr (antiparras) para proteger los ojos.
Rivalidades: historias humanas en los 75 años de la Fórmula 1
Por un momento, el monegasco Louis Chiron, que había sido botones en el Hotel de París de Mónaco antes de convertirse en ganador de los Grandes Premios de Bélgica, Alemania e Italia en los años veinte, se acercó al primer piloto de la escuadra Alfa Romeo, Giuseppe “Nino” Farina. Le habló muy serio al oído. El prestigioso “Dottore” (era abogado) le devolvió una mirada seria, con un gesto de ofendido.
Chiron le decía que, si Farina lo alcanzaba para descontarle una vuelta, tuviese mucho cuidado. Que él no iba a bloquearlo con su Maserati, pero que tampoco debía apresurarse y provocar un accidente. De todos los pilotos allí presentes, Farina (quien sería el primer campeón de la Fórmula 1 ese año) tenía fama de peligroso. En 1936, durante el Gran Premio de Deauville, al intentar superar al popular piloto francés Marcel Lehoux (E.R.A.), lo había tocado desde atrás, provocando que ambos se accidentaran y causando la muerte de Lehoux.

Chiron se apartó de Farina y se dirigió a su Maserati 4CLT. El rey y la reina tomaron asiento en el palco real, un toque de color y tradición en la escena. Earl Howe, figura prominente del automovilismo británico, se sentó entre ellos, explicando los pormenores del procedimiento.
Dos personajes jóvenes y curiosos se habían acercado también a charlar en las preliminares con algunos de los pilotos, sobre todo con Reg Parnell: Bernie Ecclestone, quien se convertiría en el dueño de la F1 25 años después, y Stirling Moss. Ambos participaban en las carreras soporte. Ecclestone es hoy uno de los pocos testigos sobrevivientes de aquellos momentos.
Los 21 coches se alinearon alternativamente en líneas de cuatro y tres sucesivamente. En primera línea, los tres pilotos “F” de Alfa: Farina, Fagioli, Fangio y el piloto invitado local de la marca, Reg Parnell, en el cuarto lugar. La escudería Ferrari estaba ausente, ya fuera por falta de un coche adecuado o porque no le satisfizo la “prima de partenza”. Más atrás se alineaban hasta cinco Lago-Talbot franceses, seis Maserati, cuatro E.R.A. y dos Alta, todos “reliquias” y mucho menos potentes que los rojos coches italianos del equipo oficial del “quadrifoglio”, con potencia estimada en 420-430 CV.

Cuando la bandera de la Union Jack estaba a punto de caer, el rey Jorge VI alzó la vista de su programa, sus ojos brillando con una expectación casi infantil, su cuerpo ligeramente inclinado hacia la pista.
Los héroes y las máquinas que dieron forma al Fórmula 1
¡La salida! Un estruendo ensordecedor, un trueno de múltiples gargantas mecánicas, y una nube de humo azulado y acre de aceite quemado envolvieron la parrilla. Farina tomó la delantera con Fagioli y Fangio persiguiéndolo, mientras que Cabantous tuvo una mala salida y perdió cuatro posiciones. Alfa Romeo había dado claras órdenes de equipo: el ganador tenía que ser Farina.
Fangio era el “nuevo”, una estrella en ascenso que debería esperar su turno. En las primeras vueltas, Farina y Fangio intercambiaron posiciones para dar algo de espectáculo, pero el argentino terminó retirándose por la avería de una conducción de aceite del motor. Fagioli quedaba entonces segundo y tercero, muy lejos, Parnell, aunque había golpeado a una liebre asustada que cruzó el circuito. Los Alfa eran demasiado potentes y avanzados respecto de los rivales.

Por momentos, el príncipe tailandés Bira pretendió seguirlos con su Maserati, pero problemas con la alimentación de combustible lo obligaron a abandonar. Dos vueltas les sacaron los Alfa al Lago-Talbot de Yves Giraud-Cabantous.
Crossley (Alta) y Murray (Maserati) lucharon en la parte trasera antes de retirarse. De Graffenried lo había hecho en la vuelta 34, mientras que Chiron fue relegado al papel de espectador 10 vueltas antes.
Así que la bandera a cuadros recibió a Farina, Fagioli, Parnell, Cabantous y Rossier (Lago-Talbot) en ese orden. Hubo nueve coches que abandonaron. La fiabilidad de los metales de preguerra, pese a todos los esfuerzos, era deficiente. Lo que importaba, en todo caso, era la extraordinaria ocasión de escuchar motores rugiendo, no precediendo la caída de bombas, sino vaticinando un noble combate entre los héroes de aquellos años que exponían su vida en cada curva. Así nacía el Campeonato Mundial de Fórmula 1.